Estamos a primeros de marzo. La
noche ha sido excepcionalmente fría, y las pisadas del pastor resuenan con
crujidos secos al pisar la hierba y las matas de tomillo heladas. Lleva los
hombros encogidos bajo el capote, la mirada baja, y con pasos rápidos atraviesa
la hilera de cardos blanqueados por la escarcha que separa el edificio de las
cuadras del largo abrevadero de piedra junto al pozo. Apenas se ve nada en la
niebla. La respiración del hombre se
condensa frente a su cara, marcada con rodales de tizne en la barbilla y un rastrojo de barba sin afeitar. En la boca asoma el último cigarro que queda de la “mudá”,
apagado, renegrido y áspero al paladar. Pero tenerlo le consuela y le hace
sentir en cierto modo completo. Tiene que acordarse de encargar algunos al
zagal cuando regrese al pueblo. Es tanto el frío que el vaho apenas sube en el
aire, se arremolina delante de él confundiéndose con la niebla y la claridad
crecientes. Al fondo se oye ya el familiar sonsonete de quejidos broncos,
llamadas y gruñidos de las ovejas, mientras que un poco más adelante, al cruzar
el camino, aparecen los muros bajos de piedra de las “tinás”. El pastor avanza todavía
un poco, jurando en voz baja mientras aparta con el pie el tronco de sabina que
atranca la entrada, y finalmente abre el portón para asomarse y echar un
vistazo a los animales. Una vaharada de calor agradable y tufo a ganado rebota en su
rostro. Sonríe. Es una rutina que se repite mañana tras mañana, invierno tras
invierno, un año y otro año desde que tiene memoria y vio como su padre y su
abuelo hacían lo mismo, las mismas tareas, los mismos ritos en el cortijo viejo
que lo cobijó al nacer.
La salida del rebaño
Óleo de Enrique Pinto. 1900
Durante el invierno los pastores
se levantaban algo más tarde, pero el trabajo en la casa
o en las “tinás” antes de salir con el ganado era siempre el mismo. Apenas
apuntaba el día era obligado salir y comprobar el estado de las ovejas, cuidar
que todo estuviera en orden, o en su defecto descubrir en un rincón la mala
noticia de una oveja enferma, y aún muerta. Sin duda no eran casos raros, sobre
todo si el invierno venía duro y el ganado estaba mal alimentado debido a la
nieve, o al retraso de la hierba nueva. Ya no era tiempo de “rastrojás” y sólo
en los barbechos era posible encontrar matas jugosas y tiernas para los
animales. Y aunque siempre había chaparros, escobillas y tomillo que repasar, a
medida que pasaban las semanas era cada vez más difícil encontrar ramas y
brotes intactos. Con frecuencia tenían que trasladar al “hato” cada vez más
lejos, incrementando el esfuerzo, un esfuerzo que debilitaba aún más las ya
escasas fuerzas de los animales.
Restos de "tinás" en el cortijo de La Moheda. Villahermosa
Rebaño de ovejas y pastor
Autor: Germán López Bravo
Cuentan los más viejos que lo
peor eran los años malos de mortandad, cuando los animales morían por decenas
debido a enfermedades tan graves como el carbunco, o peor aún, al caer presas
de algún animal hambriento y rabioso que rondase la cortijada. Cierto
veterinario que había en el pueblo, Don Manuel, contaba que en los años
cuarenta uno de estos animales mordió en La Lóbrega a una cabra y a diez
primalas. Las vacunas contra la rabia no eran entonces muy frecuentes, pero
incluso tras vacunar a los animales el mayoral no estaba nunca seguro de
tener a salvo todo su ganado. Después del ataque las ovejas y la cabra siguieron
haciendo vida normal, aparentemente como si no hubiese pasado nada. Sin embargo
el mal estaba dentro. Si el animal no estaba vacunado el proceso era inevitable
y mortal, y en 30 o 40 días empezaban los primeros síntomas. La oveja enferma comenzaba
a echar espuma por la boca y a mostrar un comportamiento anómalo. Se han visto
primalas jóvenes infectadas que, en los últimos estadios de la enfermedad,
intentaban montarse unas a otras al igual que machos y hembras adultos. Para
entonces la solución sólo tenía una cara: matar al animal y quemar después el
cadáver. Afortunadamente, en los casos de rabia la cosa no iba a mayores
siempre y cuando se evitase la posibilidad de contagio y se localizara al perro
causante de la desgracia, que terminaba sacrificado al igual que sus víctimas.
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