martes, 19 de marzo de 2013

LOS AÑOS MALOS



Estamos a primeros de marzo. La noche ha sido excepcionalmente fría, y las pisadas del pastor resuenan con crujidos secos al pisar la hierba y las matas de tomillo heladas. Lleva los hombros encogidos bajo el capote, la mirada baja, y con pasos rápidos atraviesa la hilera de cardos blanqueados por la escarcha que separa el edificio de las cuadras del largo abrevadero de piedra junto al pozo. Apenas se ve nada en la niebla.  La respiración del hombre se condensa frente a su cara, marcada con rodales de tizne en la barbilla y un rastrojo de barba sin afeitar. En la boca asoma el último cigarro que queda de la “mudá”, apagado, renegrido y áspero al paladar. Pero tenerlo le consuela y le hace sentir en cierto modo completo. Tiene que acordarse de encargar algunos al zagal cuando regrese al pueblo. Es tanto el frío que el vaho apenas sube en el aire, se arremolina delante de él confundiéndose con la niebla y la claridad crecientes. Al fondo se oye ya el familiar sonsonete de quejidos broncos, llamadas y gruñidos de las ovejas, mientras que un poco más adelante, al cruzar el camino, aparecen los muros bajos de piedra de las “tinás”. El pastor avanza todavía un poco, jurando en voz baja mientras aparta con el pie el tronco de sabina que atranca la entrada, y finalmente abre el portón para asomarse y echar un vistazo a los animales. Una vaharada de calor agradable y tufo a ganado rebota en su rostro. Sonríe. Es una rutina que se repite mañana tras mañana, invierno tras invierno, un año y otro año desde que tiene memoria y vio como su padre y su abuelo hacían lo mismo, las mismas tareas, los mismos ritos en el cortijo viejo que lo cobijó al nacer.


 La salida del rebaño
Óleo de Enrique Pinto. 1900


Durante el invierno los pastores se levantaban algo más tarde, pero el trabajo en la casa o en las “tinás” antes de salir con el ganado era siempre el mismo. Apenas apuntaba el día era obligado salir y comprobar el estado de las ovejas, cuidar que todo estuviera en orden, o en su defecto descubrir en un rincón la mala noticia de una oveja enferma, y aún muerta. Sin duda no eran casos raros, sobre todo si el invierno venía duro y el ganado estaba mal alimentado debido a la nieve, o al retraso de la hierba nueva. Ya no era tiempo de “rastrojás” y sólo en los barbechos era posible encontrar matas jugosas y tiernas para los animales. Y aunque siempre había chaparros, escobillas y tomillo que repasar, a medida que pasaban las semanas era cada vez más difícil encontrar ramas y brotes intactos. Con frecuencia tenían que trasladar al “hato” cada vez más lejos, incrementando el esfuerzo, un esfuerzo que debilitaba aún más las ya escasas fuerzas de los animales.


Restos de "tinás" en el cortijo de La Moheda. Villahermosa


 Rebaño de ovejas y pastor
Autor: Germán López Bravo


Cuentan los más viejos que lo peor eran los años malos de mortandad, cuando los animales morían por decenas debido a enfermedades tan graves como el carbunco, o peor aún, al caer presas de algún animal hambriento y rabioso que rondase la cortijada. Cierto veterinario que había en el pueblo, Don Manuel, contaba que en los años cuarenta uno de estos animales mordió en La Lóbrega a una cabra y a diez primalas. Las vacunas contra la rabia no eran entonces muy frecuentes, pero incluso tras vacunar a los animales el mayoral no estaba nunca seguro de tener a salvo todo su ganado. Después del ataque las ovejas y la cabra siguieron haciendo vida normal, aparentemente como si no hubiese pasado nada. Sin embargo el mal estaba dentro. Si el animal no estaba vacunado el proceso era inevitable y mortal, y en 30 o 40 días empezaban los primeros síntomas. La oveja enferma comenzaba a echar espuma por la boca y a mostrar un comportamiento anómalo. Se han visto primalas jóvenes infectadas que, en los últimos estadios de la enfermedad, intentaban montarse unas a otras al igual que machos y hembras adultos. Para entonces la solución sólo tenía una cara: matar al animal y quemar después el cadáver. Afortunadamente, en los casos de rabia la cosa no iba a mayores siempre y cuando se evitase la posibilidad de contagio y se localizara al perro causante de la desgracia, que terminaba sacrificado al igual que sus víctimas.



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