Una bandada de palomas levanta el vuelo del rastrojo. Como un solo cuerpo avanzan cruzando el camino y el pozo de la Hidalga, giran mansamente en el aire y terminan posándose con un ruido tenue en la era cercana. Por la vía polvorienta se ve venir el motivo de su alarma: un muchacho de apenas nueve años conduciendo un tiro de mulas hacia el pueblo. Camina con prisa y sujeta de la mano los arreos, mientras la vara que sostiene en la otra golpea de tanto en tanto los flancos del animal más viejo. El chico guía la yunta sin ser consciente de ello, y las mulas lo siguen mansamente, animadas por la visión de la vara y los sonidos familiares que salen de su boca: “Rrrrrrrr, Canora…” “Trrrria, ejeeee”. Por el suelo se extiende un reguero de paja cubriendo polvo y tierra seca del color del ladrillo. Es el rastro que van dejando las galeras cargadas de mies hasta el “meriñaque”, yendo y viniendo a los campos desde que comenzó la siega hace ya más de dos semanas. Mientras unos gañanes marchan de vacío, otros llegan, descargan y amontonan la “hacina” de mies esperando el momento en que pueda extenderse para empezar la trilla. Este trabajo, la trilla, es el cometido del muchacho, tan importante a ojos de su madre que ésta lo felicitó al saberlo y le regaló una navaja comprada en Tomelloso por el abuelo, orgullosa de que al fin ganase su primer jornal.
El
chico sonríe al recordarlo. Mientras, a lo lejos, la campana de la iglesia
anuncia el mediodía. El sonido reverbera en el aire cálido de principios de
junio, va y viene sobrevolando casas y corrales de tapial blanqueado, albercas
silenciosas y chopos enhiestos, como adormecidos bajo un sol que cae como una
maza y no deja respirar. Las mulas pasan junto a un perro tumbado a la vera de
una noria, y unos minutos más tarde dejan atrás el llano y entran bajo las
primeras sombras de las casas. Se agradece el cambio. El mayoral ya está
esperando al muchacho y a los animales junto a las "portás" de la
casona del amo. El chico saluda y marcha sin levantar la cabeza hasta el pozo
para sacar unos cubos de agua, que ofrece después a los animales sedientos. Lo
primero es la yunta, después todo lo demás. En el pesebre de la cuadra aguarda
un buen montón de paja fresca, y sólo al terminar el trabajo con las mulas y
asegurarse de que tienen todo lo necesario, el muchacho puede al fin acercarse
hasta el patio y preguntar por su comida.
Cargando la paja en el carro. Villahermosa, Años setenta
Foto cedida por Plácida Patón Tenorio
A finales de mayo, con el inicio de la siega, comenzaba también para trilladores
y “ereros” el arduo trabajo de la trillar la mies, es decir, cortar la paja y
espigas de la parva para liberar el grano. A medida que llegaban las galeras
cargadas de candeal desde los campos cercanos, los “ereros” (gañanes a cargo del dueño encargados del trabajo en la era) descargaban las
gavillas e iban agrupándolas en un gran montón llamado “hacina”. Galera tras
galera, el candeal recién segado iba al suelo con la ayuda de horcas, y después
se acumulaba a la espera de extender la parva y dejarla lista para la labor de
las mulas y el trillador. Muchas de estas eras han desaparecido a medida que el
pueblo crecía y se iban construyendo nuevas casas, barrios o naves de ganado. Pero
todavía se conservan algunas de nombres evocadores, como la “era del notario” o
las “eras del cuartel”, cuya sola mención nos trae a la mente unos tiempos y
quehaceres hoy ya relegados al olvido. Las eras eran terrenos llanos, de
grandes dimensiones, construidas siempre en un espacio abierto y normalmente de
forma circular, aunque en Villahermosa las más grandes fueron en su mayoría rectangulares.
Por supuesto también existían eras en los cortijos, pero el volumen de trabajo
en las cortijadas siempre era mucho menor. Trillar cerca del pueblo facilitaba
el acarreo de la mies desde los campos, así como el proceso de almacenaje y venta
posterior del grano. En el pueblo confluían los principales caminos que
atravesaban el término y allí se encontraban también los silos de la cámara
agraria, adonde iba a parar la práctica totalidad de la cosecha.
El emplazamiento de la era tenía su importancia: debía estar
siempre en lugares elevados y lejos de edificios, árboles u otros elementos que
impidiesen la libre circulación del aire. Y es que en la era también se
realizada la labor de “aventar”, es decir, separar la paja del grano de candeal mediante la acción del viento. Los
“ereros” sabían que en una era abierta a todos lados podían trillar y aventar
simultáneamente, sin esperar a que soplase el viento en la dirección adecuada
(lo que a veces tardaba días en producirse).
Las eras se construían con un empedrado consistente en lajas de roca,
normalmente de piedra caliza, con lo cual el trillado mejoraba en efectividad y
se atenuaba además el grave deterioro a que estaban sometidas a lo largo del
año: en verano, por el paso de las galeras y el pisoteo continuo de animales y
hombres; y en invierno por las inclemencias del tiempo, lo que obligaba a menudo a una reparación periódica para
asentar y asegurar de nuevo el terreno. Las eras tenían asimismo cierto detalle
que las hacía todavía más eficaces, y que todos hemos notado alguna vez desde
pequeños: una suave inclinación. Efectivamente, cualquiera que de niño haya
jugado al futbol en las eras recordará por qué era importante elegir la
portería situada en la parte “más alta”. Y es que, con el fin de evitar que las
lluvias encharcasen el terreno y lo inutilizasen, siempre se construían con una
ligera pendiente para facilitar la
evacuación del agua. Trilladores y gañanes corriendo a guarecerse con la
repentina aparición de una “nube” de verano… ¿Quién no ha vivido alguna vez una
situación como ésta?
Descargando haces de mies, y extendiendo la parva
Autor: José Flores Sánchez-Alarcos
Trillando entre Villahermosa y Montiel, Años setenta
Foto cedida por Plácida Patón Tenorio
Me encantan estas fotografías de los 50. Además de su propio encanto, ienen el añadido de que las persons que ahí están, todas, sin haberlas visto en mi vida, me parecen de lo más cercano. Todoos nos parecíamos mas a todos
ResponderEliminarMe encantan estas fotografías de los 50. Además de su propio encanto, ienen el añadido de que las persons que ahí están, todas, sin haberlas visto en mi vida, me parecen de lo más cercano. Todoos nos parecíamos mas a todos
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