jueves, 29 de marzo de 2018

CAPÍTULO 3. PRIVILEGIOS DE LOS SEÑORES


     El comportamiento de estos señores era muy desigual, pero se ajustaba a los sentimientos de cualquier persona (rica o pobre), como es natural. Los había prepotentes, orgullosos,  altaneros, sin escrúpulos, y lo peor, sin miramiento hacia los sirvientes o trabajadores bajo su mando. No se les podía contradecir, no se les podía levantar la voz y como era natural no se podía amenazar con una denuncia o similar, puesto que el poder en el pueblo eran ellos.

      Pero siempre hay excepciones a la regla, y hubo también terratenientes buenos que miraban por el bienestar de todos. Yo he conocido a algunos de este tipo en fincas de Alhambra, gente de buen corazón que no hacían remilgos a la hora de ayudar a  personas necesitadas, personas que llegaban hasta su puerta caminando o en bicicleta con el fin de pedir una fanega de trigo, a cuenta, para hacer pan, y que muy probablemente no pudiesen pagarla hasta pasados varios meses con los sueldos de la siega. Los trabajadores de esta casa, tales como gañanes, pastores, jornaleros, criadas  y demás personal, estaban toda su vida sirviendo en estas casas de señores hasta que fallecían, y yo recuerdo ahora una conversación con una de estas amas, muchos años después, que me decía: ¡Esta tarde voy a tu pueblo, porque vienen de Barcelona a pasar las fiestas los hijos de un gañán que tuvimos trabajando en la finca, hace ya mucho tiempo! Este detalle, sin duda, avala los buenos sentimientos de aquella persona.
  
     Los privilegios en las escuelas sí que eran inherentes a todos los pudientes, y daré cuenta de los más corrientes y llamativos: Era corriente que los hijos e hijas de los señores y hacendados se sentaran en los primeros pupitres de la escuela, donde eran mejor atendidos, y la regla del maestro para el castigo pasaba de largo. En este sentido y para ser justos, hay que decir que los maestros estaban obligados porque no ganaban un duro y se tenían que servir de ellos para su supervivencia. Y así, el hijo del panadero era intocable porque su padre le llevaba el brasero del horno; los hijos de los terratenientes, también, porque alguno le llevaba a casa una galera de leña; el hijo del zapatero…, el hijo del electricista… y así sucesivamente.  
   
      En las procesiones, las hijas e hijos de los pudientes eran quienes llevaban las “andas” de la Imagen; durante los días de la famosa “banderita” de la Cruz Roja, ellas eran las que ocupaban las mesas para recoger los donativos; ¿Y quiénes ocupaban las primeras filas en los acontecimientos al aire libre durante las fiestas del pueblo, como el circo, los bailes populares, actuaciones de alguna banda de música…? Ellas y ellos, por supuesto.

    Recuerdo que, durante una de estas fiestas populares, se organizó un cine de verano en la plaza, para lo cual se utilizó como pantalla la misma pared del edificio de las escuelas. A falta de pocos minutos para empezar la sesión, y con todo el patio de butacas lleno hasta la bandera, hicieron su aparición algunas de las hijas de los ricos, quienes escudándose en sus privilegios quisieron quitar a las personas que ya tenían el sitio cogido. Como es lógico, al punto se desató una de sillazos que dio por terminada la proyección.
   
      Podemos seguir así indefinidamente… las primeras bicicletas eran propiedad de los hijos de los ricos. Para nosotros, el rulo, la pícula, las canicas o una simple lata de sardinas que hacía las veces de galera; ¿Y qué decir de los primeros relojes de pulsera? Era costumbre por aquellos años ver a las niñas bien pasar delante del reloj de la plaza, pararse, levantar ostensiblemente el brazo izquierdo y comprobar la hora dejando bien a la vista su preciosa adquisición. Y las mozas que no podían ni soñar en hacerlo, ¡ala, a pasar envidia!


 Niños jugando a las chapas, años 50.- Autor. http://otroramejor.blogspot.com.es

     Cuando llegaron la televisión y la radio, varios años después, fue también el comienzo de los corrillos en la salita, o junto a la ventana, para escuchar Radio Andorra en casa de la vecina. En mi calle teníamos una de estas radios, y el éxito estaba asegurado con los programas de peticiones musicales, sobre todo cuando tronaba la voz del locutor diciendo: ¡y para todos vosotros el agua del avellano, de Antonio Molina! Aquello se alargaba largas horas, las ondas en el aire cálido de la noche y los niños sentados en el alda de su madre, y podría seguir sin tregua si no fuera porque al hermano Pedrote, el amo de la casa, le entraba sueño y decía como quien no quiere la cosa: ¡Crisanta, vamos a acostarnos que estas se querrán ir!


Aparato de radio  y televisión de aquellos años. Autor: La Radio en imágenes y La evolución de la Televisión

         Un hecho muy ilustrativo y en primera persona de las relaciones con los hacendados, me pasó cuando yo tenía unos ocho o nueve años.  Una tarde estábamos jugando a la pícula un grupo de chicos, en la Plaza y al lado de la casa de una de estas personas. En ésto me tocó tirar a mí, y en la emoción del momento yo le di con tanta fuerza  a la pícula, que fue a parar hasta una ventana rompiendo en pedazos el cristal. Con el susto que me cogí creía que el mundo se me venía encima, y en vez de irme a casa, escapé me metí entre la gente de la caravana de Reyes, puesto que era el día 5 de Enero. Mis hermanas me anduvieron buscando, muy preocupadas, hasta que consiguieron localizarme entre la gente y se enteraron de lo que había pasado. Cuando se lo contaron a mi madre (pues mi padre no estaba en el pueblo), ella fue hasta la casa de este señor para ver si podía hacer algo en aquel contencioso, y después de contarle muy apurada lo que había pasado, el propietario sonrió y le echó tierra al asunto diciendo: ¡Bernarda, márchate a tu casa que ya pondremos el cristal  y se pagará! Nunca llegó a pagar ni un duro.

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