El comportamiento de estos señores era muy desigual, pero se ajustaba
a los sentimientos de cualquier persona (rica o pobre), como es natural. Los
había prepotentes, orgullosos, altaneros,
sin escrúpulos, y lo peor, sin miramiento hacia los sirvientes o trabajadores
bajo su mando. No se les podía contradecir, no se les podía levantar la voz y como
era natural no se podía amenazar con una denuncia o similar, puesto que el
poder en el pueblo eran ellos.
Pero siempre hay excepciones a la regla, y hubo también terratenientes
buenos que miraban por el bienestar de todos. Yo he conocido a algunos de este
tipo en fincas de Alhambra, gente de buen corazón que no hacían remilgos a la
hora de ayudar a personas necesitadas,
personas que llegaban hasta su puerta caminando o en bicicleta con el fin de
pedir una fanega de trigo, a cuenta, para hacer pan, y que muy probablemente no
pudiesen pagarla hasta pasados varios meses con los sueldos de la siega. Los
trabajadores de esta casa, tales como gañanes, pastores, jornaleros,
criadas y demás personal, estaban toda
su vida sirviendo en estas casas de señores hasta que fallecían, y yo recuerdo ahora
una conversación con una de estas amas, muchos años después, que me decía: ¡Esta
tarde voy a tu pueblo, porque vienen de Barcelona a pasar las fiestas los hijos
de un gañán que tuvimos trabajando en la finca, hace ya mucho tiempo! Este
detalle, sin duda, avala los buenos sentimientos de aquella persona.
Los privilegios en las escuelas sí que eran inherentes a todos los pudientes, y daré
cuenta de los más corrientes y llamativos: Era corriente que los hijos e hijas de
los señores y hacendados se sentaran en los primeros pupitres de la escuela,
donde eran mejor atendidos, y la regla del maestro para el castigo pasaba de
largo. En este sentido y para ser justos, hay que decir que los maestros
estaban obligados porque no ganaban un duro y se tenían que servir de ellos
para su supervivencia. Y así, el hijo del panadero era intocable porque su
padre le llevaba el brasero del horno; los hijos de los terratenientes, también,
porque alguno le llevaba a casa una galera de leña; el hijo del zapatero…, el
hijo del electricista… y así sucesivamente.
En las procesiones, las hijas e hijos de los
pudientes eran quienes llevaban las “andas” de la Imagen; durante los días de
la famosa “banderita” de la Cruz Roja, ellas eran las que ocupaban las mesas
para recoger los donativos; ¿Y quiénes ocupaban las primeras filas en los
acontecimientos al aire libre durante las fiestas del pueblo, como el circo,
los bailes populares, actuaciones de alguna banda de música…? Ellas y ellos, por
supuesto.
Recuerdo que, durante una de estas fiestas
populares, se organizó un cine de verano en la plaza, para lo cual se utilizó como
pantalla la misma pared del edificio de las escuelas. A falta de pocos minutos
para empezar la sesión, y con todo el patio de butacas lleno hasta la bandera,
hicieron su aparición algunas de las hijas de los ricos, quienes escudándose en
sus privilegios quisieron quitar a
las personas que ya tenían el sitio cogido. Como es lógico, al punto se desató
una de sillazos que dio por terminada la proyección.
Podemos
seguir así indefinidamente… las primeras bicicletas eran propiedad de los hijos
de los ricos. Para nosotros, el rulo, la pícula, las canicas o una simple lata
de sardinas que hacía las veces de galera; ¿Y qué decir de los primeros relojes
de pulsera? Era costumbre por aquellos años ver a las niñas bien pasar delante
del reloj de la plaza, pararse, levantar ostensiblemente el brazo izquierdo y
comprobar la hora dejando bien a la vista su preciosa adquisición. Y las mozas
que no podían ni soñar en hacerlo, ¡ala, a pasar envidia!
Cuando llegaron la
televisión y la radio, varios años después, fue también el comienzo de los
corrillos en la salita, o junto a la ventana, para escuchar Radio Andorra en
casa de la vecina. En mi calle teníamos una de estas radios, y el éxito estaba
asegurado con los programas de peticiones musicales, sobre todo cuando tronaba
la voz del locutor diciendo: ¡y para todos vosotros el agua del avellano, de
Antonio Molina! Aquello se alargaba largas horas, las ondas en el aire cálido
de la noche y los niños sentados en el alda de su madre, y podría seguir sin
tregua si no fuera porque al hermano Pedrote, el amo de la casa, le entraba
sueño y decía como quien no quiere la cosa: ¡Crisanta, vamos a acostarnos que
estas se querrán ir!
Aparato de radio y televisión de aquellos años. Autor: La Radio en imágenes y La evolución de la Televisión
Un hecho muy ilustrativo y en primera persona
de las relaciones con los hacendados, me pasó cuando yo tenía unos ocho o nueve
años. Una tarde estábamos jugando a la
pícula un grupo de chicos, en la Plaza y al lado de la casa de una de estas
personas. En ésto me tocó tirar a mí, y en la emoción del momento yo le di con
tanta fuerza a la pícula, que fue a
parar hasta una ventana rompiendo en pedazos el cristal. Con el susto que me
cogí creía que el mundo se me venía encima, y en vez de irme a casa, escapé me
metí entre la gente de la caravana de Reyes, puesto que era el día 5 de Enero. Mis hermanas me anduvieron buscando, muy
preocupadas, hasta que consiguieron localizarme entre la gente y se enteraron
de lo que había pasado. Cuando se lo contaron a mi madre (pues mi padre no
estaba en el pueblo), ella fue hasta la casa de este señor para ver si podía
hacer algo en aquel contencioso, y después de contarle muy apurada lo que había
pasado, el propietario sonrió y le echó tierra al asunto diciendo: ¡Bernarda,
márchate a tu casa que ya pondremos el cristal
y se pagará! Nunca llegó a pagar ni un duro.
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